Ronaldinho, el que fue considerado, hasta el año pasado, el mejor jugador del mundo, está pasando por horas bajas y se le reprocha irse a menudo de juerga. Esta noticia me sugiere un comentario sobre cómo asimilamos la luz en el crecimiento espiritual y sobre la soledad de los que buscan la Luz. Al final del texto encontraréis un pequeño ritual de unificación de tendencias.
A menudo he oído el comentario, en corrillos de fútbol sobre todo (mi hijo juega en un equipo), que cómo es posible que un jugador que gana 6 millones de euros al año pueda deprimirse. O cómo puede necesitar del cariño y del ánimo de la gente, si es el mejor y además está forrado…
Cuando alguien es el mejor en cualquier ámbito de la vida, significa que está enchufado a una corriente muy elevada, ya que la luz se materializa de infinitas formas. Cuanto más alta es la vibración (que nada tiene que ver con que la persona esté espiritualizada) más difícil resulta gestionarla, asimilarla, controlarla.
Siguiendo este razonamiento, es normal que los “superhéroes” pasen por dificultades de adaptación a la vida “normal”, sobre todo en los momentos de asueto, cuando dejan de practicar su habilidad.
Curiosamente, a la mayoría se le achaca que se van demasiado de “copas”. ¿Qué buscan en esas salidas? Bajar su nivel vibratorio, ser como el común de los mortales, dejar de sentir la exigencia continua de miles o millones de personas.
El elitismo, lo mismo que la elevación espiritual, genera soledad. Para paliarla, los divos buscan el cariño del pueblo, los aplausos, que les digan que son los mejores. Pero llega un momento en que la estrella baja su nivel, entonces la gente deja de exaltarle, siente más próxima la soledad y se va a ahogar sus penas.
Buscando el paralelismo con la historia del crac Ronaldinho, diré que la clave para evitar que la soledad nos agobie cuando nos alejamos demasiado del pelotón; cuando sentimos que la gente que nos rodea apenas nos entiende; cuando nuestra pareja cree que hemos entrado en una secta o que la búsqueda interior son tonterías; la clave está en bajar unos escalones para acercarnos más a los que nos rodean.
Acercarnos a los demás significa que nadie se sienta incómodo en nuestra presencia; evitar que se sientan incómodos porque están comiendo carne cuando nosotros somos vegetarianos o porque beben vino y nosotros zumo de uva; evitar los gestos de ostentación de nuestra espiritualidad (como bendecir sólo lo que vamos a comer nosotros) cuando podemos hacerlo sin que se note; evitar los enjuiciamientos si nadie haya pedido nuestra opinión; en suma, mostrarnos más cercano.
El contrapunto es que cuanto más elevados estamos, más nos cuesta entablar una conversación común en la que abunden las críticas al prójimo o compartir una mesa en la que se bebe, se fuma o se come en exceso. Pero debemos recordar que cuando estas circunstancias se presentan de forma natural es porque algo debemos trabajar todavía en ese terreno. Así que lo mejor es aceptar la invitación y aprender de lo que vivamos.
Os voy a proponer a continuación un pequeño ejercicio. Acercaros a la playa o a la montaña, a un lugar tranquilo, abierto y sin polución. Una vez allí recoger un grupo de piedras (también puede hacerse con minerales y moverá más energía). Asignar a cada piedra una de vuestras tendencias (podéis poner un papel debajo para acordaros), por ejemplo: la que critica; la que le gusta el jamón; la que se siente inferior en ciertas situaciones; la que siente inquirida; la que huye de las tertulias; la que se siente superior…
Colocar las piedras a vuestro alrededor formando un círculo cerrado (os sentáis en medio). Después se trata de entablar un diálogo con cada tendencia con la finalidad de aceptar las tendencias que os molestan, frenar un poco el protagonismo de las que os gustan mucho y, en definitiva, pactar. Tenéis que ser capaces de darles a cada una su parcela de protagonismo, su parte de amor, lo mismo que amaremos igual a un hijo que saca buenas notas que al que suspende. Generar un acercamiento os ayudará también a mejorar las relaciones con los que os rodean.
Al final ponéis todas las piedras en vuestro regazo y las abrazáis durante unos minutos, dando así por terminado el ritual. Se puede repetir las veces que se quiera.
Os invito después a compartir en este blog vuestras experiencias, las de ese día y las de los días siguientes, porque seguro que van a suceder cosas.
Tristán Llop