Interpretación del nacimiento crístico

El nacimiento de Jesús-Cristo es un hecho histórico, pero también tiene una importante carga simbólica y representa el nacimiento de una tendencia interna que nos llevará un día a enfocar la vida desde una perspectiva distinta, más abierta y amorosa.

Comprender el simbolismo del nacimiento de Jesús, nos ayudará a darle un nuevo sentido a la Navidad y a todo su folclore.

A Jesús le era imposible nacer en la misma tierra en que sus padres vivían anteriormente porque, en términos aními¬cos, ese nacimiento significaba un cambio de estado interno. Por eso, José y María iniciaron el viaje que culminó en Belén.

Si lo interpretamos en nuestra vida diaria, diremos que cada vez que debemos enfrentarnos a un cambio, cuando es preciso tomar una determinación que nos llevará a vivir nuevas experiencias, es necesario salir del lugar en el que nos sentimos seguros, ir hacia la montaña o hacia la playa, lugares que nos facilitarán un cambio anímico.

Jesús venía al mundo para realizar una obra redentora y era preciso que naciera a la hora en que las tinieblas son más densas y en la gruta que simboliza la oscuridad, ya que el objetivo de Jesús Cristo era el de conseguir que la luz penetrara en las tinieblas.

Esta es la razón por la cual en Navidad, cuando el Sol atraviesa el signo que mejor representa la realidad material (Capricornio), las calles de todas las ciudades del mundo se iluminan para mostrarnos el camino hacia la luz.

Nos relatan las escrituras que un ángel se apareció a los pastores para anunciarles el nacimiento del Salvador del mundo y que todos ellos emprendieron el camino hacia Belén.

Esos pastores representan las tendencias humildes del alma humana, las que están creciendo, sin haber alcanzado aún los niveles del poder anímico. Es decir, dentro de nosotros hay un rey corona¬do que es el que mueve los resortes de nuestra voluntad. Este rey, que representa la tendencia dominante en un momento dado, pierde a lo largo de nuestra vida el poder en provecho de otras tendencias que lo derrocan y se ciñen la corona.

Podemos decir pues que son muchos los sobera¬nos que nos rigen en nuestra existencia, y al mismo tiempo apuntaremos también que constantemente nacen en nosotros tendencias, algunas de las cuales quizá lleguen a gobernar, pero otras serán para siempre tendencias humildes, sin voz ni voto, dispues¬tas a apoyar la tendencia reinante, sea la que sea.

Esas tendencias constituyen nuestro pueblo interno, los pastores que guardan los rebaños de nuestros instintos. La historia santa nos dice aquí que los guardianes de los instintos decidieron acatar al que debía convertirse un día en rey de su mundo y que marcharon a Belén para adorarlo.

Más tarde, en su desarrollo histórico, veríamos como el cristianismo empezaría siendo una religión de esclavos, cómo esos pastorcillos míticos se convertirían en seres reales y, desa¬fiando el poder de las cabezas coronadas defenderían su fe hasta el supremo sacrificio. Luego, en el correr del tiempo, esos pastorcillos irían adquiriendo galones y acabarían convirtiéndose en reyes y el cristianismo pasaría a ser una religión de Estado.

Todas las religiones han de conocer igual desarrollo y debe haber pastorcillos para sostener el impulso naciente, para que éste pueda prosperar.

La tradición ha escenificado esa marcha de los pastorcillos en los nacimientos que cada año por Navidad se montan en algunos hogares, y en ellos vemos esas figuritas avanzar cada día, cargadas con sus modestos presentes que simbolizan la parte que ellos mueven en nuestra organización psíquica, hacia la gruta en que va a nacer el Salvador.

Si los «pastorcillos», los «hombres de buena voluntad» fueron fáciles de convencer, resultó distinto con Herodes que representa, en el relato mítico, el señor que reina en nuestro mundo interno cuando el nacimiento espiritual se produce.

Herodes representa el mundo convencional, los poderes nacidos de la vida social, con todos sus valores materiales y el bienestar ficticio que significan. La tendencia naciente supone una amenaza mortal para el reino de Herodes, ya que cuando esa tendencia se consolide y adquiera poder, inevitablemente Herodes dejará de reinar, es decir, dejaran de interesarle las cosas que ahora constituyen la felicidad del hombre profano. Sabiéndose amenazado por la tendencia naciente, Herodes toma medidas para destruirla.

Nos dice el relato evangélico que Herodes fue advertido por los magos de Oriente, los cuales habían visto brillar la estrella del rey de los judíos.

Esos magos de Oriente representan las tres fuerzas que hay en nosotros capaces de trasformarlo todo, esas tres fuerzas que en el árbol cabalístico conocemos como el nombre de Kether, Hochmah y Binah y que actúan en cada uno de nosotros como Voluntad, Amor/Sabiduría e Inteligencia Activa y Transformadora.

Esas tres fuerzas se sitúan en el Este, en el Oriente, Kether representando el punto por el que penetra en nosotros la luz. Sin la movilización de esas fuerzas mágicas en favor de la espiritualidad naciente, ese niño nunca llegará a crecer ni a reinar.

Los magos anuncian implícitamente a Herodes el final de su reinado y este anuncio tiene lugar cada vez que las facultades superiores que hay en nosotros le vuelven la espalda a nuestra naturaleza inferior, anunciándole que en la noche oscura han visto brillar la estrella del niño Dios.

Esa estrella de cinco puntas que los magos vieron brillar es la formada por los cinco caminos de setenta y dos días que el aspirante recorre todos los años (y que pueden seguirse a través del biorritmo cabalístico). Son setenta y dos los rostros de la Divinidad, cada uno portador de un programa que el hombre debe protagonizar.

Setenta y dos multiplicado por cinco da como resultado trescientos sesenta, que son los grados que tiene el zodiaco, de modo que esos setenta y dos programas divinos nos son ofrecidos cinco veces por año para que los asimilemos.

Cuando esos cinco caminos han sido recorridos con total aprovechamiento, se forma en nosotros una estrella luminosa de cinco puntas que atrae la luz que nace en el Oriente. Entonces los magos se ponen a cabalgar: Kether Hochmah Binah acuden a la gruta de Belén, en el mundo oscuro de los deseos.

Para adorar al niño, los magos deben pasar ineludiblemente por el reino de Herodes, puesto que es en él donde se ha producido el nacimiento, en las mismas narices, por así decirlo, del rey que ciñe la corona de la personalidad profana.

Herodes pide a los magos información, pero éstos sólo pueden darle una pista imprecisa, porque la personalidad profana y la sagrada se excluyen mutua¬mente.

Entonces Herodes pide ayuda a los sacrificadores y escribas, los cuales, representando una espiritualidad convencional, esteriotipada y esclerotizada en las formas, dan una respuesta cultural, de acuerdo con los textos de los profetas: una respuesta sin fuerza movilizadora. Herodes se fía más de los magos para encontrar a su enemigo. Si ellos le indican el lugar exacto en que se sitúa el niño, él también lo adorará, dice.

Los magos ofrecieron al niño oro incienso y mirra. El oro es un atributo de la voluntad Kether, cuyo valor es inalterable como el del oro. En efecto, la voluntad es una fuerza que nada puede alterar. En nuestro maniobrar humano, iremos por caminos torcidos, que luego nos valdrán duras experiencias y tal vez un pesado karma caerá sobre nosotros, pero jamás la voluntad se verá entorpecida por el resultado de nuestras actuaciones. La voluntad fluirá sobre nosotros y será siempre una fuerza a nuestro alcance para remediar, rectificar, cambiar el curso de nuestra vida.

Al ofrecer oro, los magos ofrecen al mismo tiempo la fuerza de voluntad, atributo de Kether Padre, bajo la administración de nuestro espíritu inmortal, el Ego Superior. El incienso y la mirra representan las virtudes de Hochmah y Binah, la sabiduría y la fuerza cristalizadora que su Obra iba a necesitar.

Una vez comprometidos con la nueva personalidad, los magos regresarían por otro camino. Las facultades superiores que hay en nosotros nunca pueden servir a dos señores a la vez y los magos abandonan el contacto con Herodes.

Un ángel advierte a José de la conveniencia de refugiarse en Egipto, nos dice el relato evangélico. Egipto representa el estado anterior. De allí partió el pueblo elegido para su gran aventura espiritual: es la tierra madre, la tierra nodriza, un lugar en el que se está en seguridad porque representa lo conquistado, la ciudad natal, la infancia, el pasado.

Ya hemos dicho algunas veces que la personalidad sagrada y la profana nunca deben confundirse, ni deben actuar conjuntamente, porque la profana es más fuerte, está más arraigada y en la confrontación saldrá triunfante. Cuando la personalidad sagrada nace, debe retirarse a Egipto, esto es, debe crecer en un lugar sin verse perturbada por la otra personalidad.

¿Cómo se consigue esto? separando las dos personalidades y dejando que, por un tiempo, Herodes siga reinando en nosotros mientras que Jesús, oculto a sus miradas, va adquiriendo fuerza.

Es decir, a lo largo de la jornada, podemos reservar cinco minutos, diez, quince, a vivir en nuestra personalidad sagrada, la que un día ha de recibir a Cristo. Esto lo haremos en la soledad de nuestra habitación, cuando nadie pueda vernos y a esto llamaremos estar en Egipto.

Si resulta difícil aislarnos, se pueden utilizar los templos, preferentemente cuando se encuentran poco concurridos, y en ellos vivir y desarrollar la personalidad de ese niño divino.

En ese tiempo sagrado que se dedica al fortalecimiento del niño, las consideraciones profanas tienen que desaparecer y el discípulo debe obrar con el pensamiento, sentimiento y en sus actos como si fuera auténticamente un aspirante a la naturaleza divina, estudiando la ciencia de Dios, elevándose hasta Él por la plegaria.

Ese tiempo sagrado, puede al principio ser de algunos minutos diarios, deberá ir ampliándose en la medida de las posibilidades, esto es, sin perturbar los compromisos con la familia y la sociedad.
Kabaleb
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