La piedra y la cruz

Rosa trae otro relato de sus vivencias en el camino se Santiago, esa senda espiritual que nos lleva a un nuevo despertar. Aquí se encuentra con la cruz, ese símbolo que une la tierra con el cielo y el pasado con el futuro. La piedra representa nuestras experiencias, aquello que traemos como tributo, lo que ofrecemos a nuestra alma.

Que disfrutéis del relato...

La piedra y la cruz

Aunque estaba a punto de empezar el verano, hacía un frío invernal aquella mañana de primavera. Aún era de noche cuando Estrella salió del albergue de Gaucelmo, en Rabanal del Camino, llamado así por un ermitaño que habitó en esos inhóspitos parajes, varios siglos atrás.

La jornada se presentaba muy larga y ardua hasta recorrer los casi 35 kilómetros que la separaban de Ponferrada; la ciudad que fue una de las principales encomiendas templarias, y la siguiente etapa en el Camino de Santiago que Estrella iba recorriendo desde Roncesvalles.
Aquella mañana, antes de salir del albergue, Estrella hurgó en el fondo de su mochila buscando una piedra que había traído desde su casa. Durante los días que llevaba recorriendo la Ruta Jacobea, se había olvidado por completo de aquella piedra, hasta el punto de que no sabía dónde la había metido, y temía haberla perdido.

Repasando la guía, para revisar la jornada que le tocaba recorrer, recordó que ese día le tocaba pasar por uno de los lugares más emblemáticos del Camino de Santiago, la Cruz de Ferro, el punto más elevado de la Ruta Jacobea. Era tradicional que los peregrinos depositaran una piedra en la base de esa cruz, y por eso Estrella se había traído una desde su ciudad.

Decía la tradición que el actual lugar del monte Irago, donde se ubicaba la Cruz de Ferro, fue en la antigüedad un altar romano dedicado a Mercurio, considerado, entre otras cosas, el dios protector de los caminos, y el mensajero entre los dioses y los seres humanos.

Por eso aquella mañana Estrella había buscado con tanto interés la piedra que había traído para depositarla a los pies de la Cruz. Cuando la encontró, sonrió satisfecha y la guardó en el bolsillo del forro polar que llevaba puesto, con el fin de tenerla a mano cuando recorriera los ocho kilómetros que separaban el mítico lugar de Rabanal del Camino.

La subida hacia el pueblo de Foncebadón, que en la Edad Media había contado con dos hospederías, dos hospitales y un convento, no era demasiado pronunciada. En aquellos momentos, el lugar estaba prácticamente deshabitado; pero al recorrerlo, Estrella experimentó cierta sensación de irrealidad.

“Es como si te introdujeras en el túnel del tiempo –se dijo a sí misma- casi se puede percibir la presencia de los que en otros tiempos habitaron y recorrieron estos parajes”.
Mientras caminaba, la luz del día había ido ganando terreno a la oscuridad de la noche. Estrella comprobó cómo el sol había ido alzándose por su espalda, iluminando con su presencia aquel hermoso lugar. Pensó que aquellos parajes eran tan bellos, que sobrecogían.

Las nubes algodonosas, de un blanco inmaculado que a veces se teñía de rosado, se enredaban entre los montes dejando al descubierto picos que se empinaban como queriendo tocar el cielo. Algunas de estas cumbres tenían restos de nieve, que se volvían dorados al roce de los rayos de sol.

Impresionada por el paisaje y respirando el aire frío y limpio de aquel lugar, Estrella apenas se dio cuanta de que su mano izquierda jugueteaba con la piedra que llevaba en el bolsillo. De pronto, divisó de lejos una sencilla cruz de hierro, que estaba sobre un montículo al lado del camino y cerca de una pequeña ermita.

Con una extraña inquietud por dentro, Estrella sintió cómo se le aceleraba el corazón, se acercó a la ermita y dejó su mochila en el suelo. Un grupo de peregrinos bromeaban y se hacían fotos junto a la cruz, subidos al montículo. Otros escribían algo y lo sujetaban como podían en el palo de madera que sostenía la Cruz de Ferro.
Ella prefirió esperar un rato para depositar su piedra cuando los demás se hubieran marchado. Algo en su interior le reclamaba cierta intimidad para llevar a cabo su ofrenda ante el antiguo altar romano dedicado a Mercurio.

No hizo falta esperar demasiado. Como por arte de magia los peregrinos, que recorrían el Camino a pie o en bicicleta, se marcharon en pocos minutos y Estrella quedó sola ante la Cruz de Ferro.
“Ahora es el momento” –se dijo a sí misma, sin dejar de acariciar la piedra que llevaba en el bolsillo.

Procurando no resbalarse, Estrella ascendió por el montículo hasta la base de la Cruz. La miró con detenimiento y vio que era una cruz muy sencilla, sin ningún ornamento. Respiró profundamente y observó el bello paisaje que tenía alrededor. Le pareció que aquel lugar era un punto de encuentro entre lo de arriba y lo de abajo: entre el cielo y la tierra.

Sumida en una extraña emoción, Estrella sacó la piedra que llevaba en el bolsillo, caliente por el contacto con su mano, y la depositó a los pies de la Cruz.
Al hacerlo, ocurrió algo extraordinario. No fue un pensamiento, sino una certeza interior que provenía de dentro de ella misma, y también del exterior. Era como si el cielo y la tierra se hubieran puesto de acuerdo para comunicarle su mensaje.

Sin ningún genero de duda, Estrella supo que ella y la piedra eran lo mismo. Eran seres vivos que estaban hechos de la misma esencia, de idéntica energía. Las dos constituían una unidad, que a su vez formaba parte de todo lo que las rodeaba.
La simbiosis que experimentó con aquella piedra era indescriptible. Se podía decir que lo que ella conocía como Estrella desapareció para hacerse piedra y el mineral dejó de serlo para convertirse en Estrella. Sin embargo, ambas seguían experimentando su propia esencia.
Una fuerte conmoción se apoderó de Estrella y allí, arrodillada a los pies de aquella sencilla Cruz de hierro, junto a la piedra, Estrella estuvo llorando durante un tiempo que no pudo determinar.

En esos momentos, Estrella supo que cuando ella muriera aquella piedra continuaría allí, en ese extraordinario lugar, dando testimonio de su paso por esta Tierra.
Y supo que junto a ella estarían también las piedras que miles y miles de peregrinos han depositado en ese altar, a través de los siglos, a su paso por el mágico Camino de Santiago.
El Camino de Santiago /Rosa Villada

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